viernes, 20 de mayo de 2016

§ 93. Slavoj Zizek. La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, Anagrama, Barcelona, 2016.


Anagrama en su colección Argumentos tiene títulos muy interesantes. El que presentamos aquí que lleva por título el mismo que este post es especialmente comprometido. Y el del ‘filósofo de moda’ de esta temporada (véase el artículo publicado en El Mundo, el 9 de mayo de este año [copia parcial del segundo capítulo de este libro]). Lugar que ya ocuparon Dominique Meda, Jeremy Rifkin, y Richard Sennett hace años, y Ulrich Bech o Zygmunt Bauman en una época más recientes. Pensadores a medio camino entre la filosofía clásica, el ensayo antropológico y la sociología política.
El libro se estructura en varios capítulos que, en principio, nada tienen que ver entre sí, como si se tratase de argumentaciones dislocadas de un centro argumental ignoto.
Los “refugiados” constituyen, sin lugar a dudas, un colectivo digno de atención por esta vieja Europa que se ha comportado con este problema como cuando se comunica a un enferme que padece una enfermedad terminal, en cinco fases: negación, ira, negociación, depresión y aceptación.
Seguramente en al actualidad nos falta por asumir la última fase, la aceptación del fenómeno, con todas sus consecuencias y con todo lo que ello lleva consigo. Seguramente el escenario se complica por los atentados en París en Noviembre del año pasado.
El escenario geopolítico que plantea desarrolla una pregunta muy interesante: ¿puede seguirse manteniendo la izquierda europea el típico de que no se puede combatir el terror por el terror, o, sin embargo, debe asumir, hasta sus últimas consecuencias que el ISIS debe desaparecer, completamente?
Y, por otro lado, ¿puede asumirse el pacto con Turquía por el cual asume este Estado un rol de contención de los emigrantes sirios a cambio de una generosa aportación económica de la UE?
El análisis del capitalismo y su globalización incondicionada ha supuesto el establecimiento de una frontera entre los que quedan abrigados por su cobertura y los que no, como si fuese un invernadero. La oleada de refugiados supone, sin más, que el mundo violento de fuera intenta entrar en el de dentro.
Qué hacer con las personas que esperan en las puertas de EU para acceder a ella?
Dos respuestas pueden estructurarse. Primera, la liberal de izquierda, que suplica la apertura de EU de par en par. La segunda, los populistas antiimigración, que refuerzan el modo de vida propio aun a costa de permitir que el problema no se manifieste. Las dos soluciones son “peores”, son malas en sí mismas, hipócrita y cerradas a una solución razonable.
Especialmente la que afirma que la apertura de las fronteras de manera incondicionada. Porque “van de almas bellas que se sienten superiores al mundo corrupto mientras en secreto participan en él: necesitan este mundo corrupto, pues es el único terreno en el que pueden ejercer su superioridad moral” (p. 14). La utopia de construir una sociedad mundial en la que la necesidad de emigrar no tuviste lugar es el paradigma de la resolución del conflicto. Teniendo presente que nuestro filantropía interesa perpetúa el esquema conceptual que permite el problema: “Cuantos más tratemos a los refugiados como objetos de ayuda humanitaria, y permitamos que la situación que los obligó a dejar sus países se imponga, más vendrán a Europa” (p. 15).
El problemas sigue siendo el mismo, ¿qué hacer?.
Aunque el problema de los refugiados ofrece una oportunidad única para Europa, el viejo orbe mundial, el centro del universo de la modernidad intelectual no ha sabido estar a la altura. Según su autor, EU ha perdido la oportunidad de distinguirse de los dos polos que se le oponen: “el neoliberalismo anglosajón y el capitalismo autoritario con valores asiáticos” (p. 16).
El autor plantea el problema del déficit democrático con una extraña pregunta, ¿podía Ángela Merkel ofrecer a los refugiados en EU una cómodo bienvenida, lo que provocaría un efecto llamada, sin consultar a los ciudadanos?.
De manera un tanto desordenada el autor plantea determinados problemas que atenazan a EU: el domino cultural, la necesidad de modificar el sistema de vida capitalista, el déficit democrático y el problema de los extranjeros en las -varias ya- crisis de los refugiados. Pero lo hace con una acumulación de anecdotarios, mezclando su discurso con citas culturales de Oscar Wilde o Edgar Allan Poe que no están bien engarzadas en el discurso. Redacta como si de una tormenta de ideas se tratase, y el ensayo se resiente, no sólo en la profundidad deseable, sino incluso -lo que es más preocupante- en el desarrollo de su núcleo expositivo. A veces, sencillamente, no se sabe de qué está hablando, ni qué quiere decir, convirtiendo el relato en una especie de escrito ‘automático’ sin demasiada razón de ser.
Unir en dos páginas consecutivas (pp. 22-3) el capitalismo cultural, con al antigua Roma imperial, pasando por la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (ATCI), para aterrizar con los tabúes de la izquierda no es sólo un problema de estática discursiva, sino de coherencia en el discurso y de profundidad en el relato.
Estos tabúes de la izquierda son los siguientes. El primero, es la conciencia nítida y clara de que alguien cuya historia no has escuchado es un enemigo (p. 24), el segundo es la ecuación que equipara cualquier referencia cultural al legado emancipador europeo con el imperialismo cultural (p. 25) desechando el mantra ideológico de la izquierda rancia por el cual la defensa de los valores europeistas convierte en sospechoso a quien lo defiende: el capitalismo ha triunfado, no poco método único exportable a cualquier país en un mundo globalizado, Fukuyama dixit, sino como un método de satisfacción de necesidades humanas. Produciéndose una paradoja, “se tiende a rechazar los valores culturales occidentales justo en el momento en que, reinterpretados de manera crítica, muchos de ellos (igualitarismo, derechos fundamentales, Estado del bienestar) podrían servir de arma contra la globalización capitalista” (p. 26).
El tercer tabú con el que hay que acabar es con el que afirma que la defensa de nuestro modo de vida es en sí mima una categoría fascista (p. 26). Esencialmente porque ello lleva consigo, afirman los que destierran este tabú, la clausura de fronteras y la expulsión de los extranjeros. El autor entiende que el verdadero enemigo de la izquierda no es la defensa del modo de vida occidental, sino la dinámica del capitalismo global.
El cuarto tabú es el de prohibir cualquier crítica al Islam tachándola de islamofobia (p. 27). Se piensa, desde la construcción de un error argumenta mayúsculo, que de alguna manera el Islamismo es un freno a la expansión del capitalismo global, lo cual es un aberración en sus propios términos.
Otro tabú de la izquierda es aquel que equipara a la religión con el fanatismo (p. 29), argumento que destrozaría la línea de flotación sobre la que se sustenta la democracia cristiana europea, ideología que ha soportado el andamiaje conceptual de toda la política EU en los últimos… ¿tres siglos?. Surge pues la pregunta, ¿cómo se conecta dicho tabú con las manifestación pública de prácticas islámicas externas o públicas?. Porque el Islam, a diferencia de las religiones que sitúan al hombre en el centro del credo, exige la participación pública en los ritos religiosos aun cuando el hombre no crea. Creer o no creer en la fe religiosa no tiene nada que ver con la participación institucional en el credo y sus manifestaciones públicas.  
El fenómeno religioso ocupa un espacio significativo en el discurso del estudio (p. 35 y ss). Se propone, esencialmente, que el análisis sobre el “siniestro islám” incluya también a otras religiones, judaísmo y cristianismo, principalmente. La pedofilia en la iglesia católica es un tema recurrente, por comparación con la violencia que se ejerce desde otros grupos religiosos. En una alocada y poco coherente organización metodología expone los diferentes tipos de violaciones de mujeres en Ciudad Juarez, aborígenes de Canada y la India, no se sabe con qué objetivo. Entiende que el encubrimiento de estos actos salvajes es una “costumbre simbólica” (p. 39), que es la manifestación social de algo aprendido, un actuar reconocido como típico y característico de una comunidad.
Es como se funciona en el ocultamiento de los casos de pedofilia en la comunidad religiosa católica, al afirmar que estamos en presencia de un problema ‘interno’ de la propia iglesia. El fenómeno de denuncia individual de estas práctica va contra la propia identidad del ser sacerdote, pues se deja de ser uno de los nuestros.
Las violaciones de Rotherdam por musulmanes, hace años, tiene perfiles distintivos de esta práctica en la iglesia católica, pero el mismo fundamento ideológico-cultural. Es legítimo preguntar, entonces, si existen rasgos en la religión o en la cultura que abone el terreno para la brutalidad contra la mujeres (p. 41). Dos rasgos caracterizan estas prácticas la consideración de que la mujer es una subordinada, y de que está fuera de la vida pública, además de una diferencia sexual muy jerarquizada. Si este es el esquema de análisis para abordar un fenómeno que deriva del ámbito musulmán, también debería ser el que se emplea para cualquier tipo de abuso de estas características.
Otro de los capítulos en los que se detiene es en analizar la violencia divina, la violencia como medio, la violencia que se ejerce sin un fin determinado, muy característico de determinados fenómenos sociales, como ha sucedido, por ejemplo, en la periferia de Baltimore en 2015, o París en épocas más cercanas. Quienes se manifestaban de forma violenta, con enfrentamientos con la policía, o con la quema indiscriminada de coches no pretendían ejercer una reivindicación concreta, política o social.
Es esa falta de sentido de la actual ción violenta lo peculiar, ese pasar a la acción de manera espontánea y colectiva (Ortega y Gasset dixit) sin un sentido utilitarista, que nace de una frustración intolerable. Además debe descartarse la idea de que dicha violencia tenga algo de emancipador. Además, nunca está de más subrayar la obviedad de que del horror y el sufrimiento “no hay nada que aprender” (p. 51).
¿Quién está causando estos movimientos de masas?. Sólo respondiendo a esta pregunta podemos localizar la causa última que explica el tránsito de personas.
La sencillez de la respuesta es preocupante, al menos para un lector, como el que esto lee, que sabe que las respuestas simples esconden infelices argumentos, muchas veces producto de la necesidad de una información más completa. Entiende, directamente, que la culpa de la crisis alimentaria es producto de la globalización de la agricultura (p. 52). Perdónenme, es como si la culpa de la luna llena es por el perro que la ladra. Al parecer, además, la culpa fue reconocida por Bill Clinton en un discurso en octubre de 2008. Todo ello porque, al parecer, dijo: “la fastidiamos en el tema de la alimentación global”. Al parecer todo ello en un procedo de dependencia postcolonial que estratégicamente ideaba un (maléfico) plan para subordinar a los antiguos campesinos a una economía laboral contractual de subsistencia en las ciudades, tras el abandono masivo de los campos. Mucho arroz para tan poco pollo, permítanme que ría un poco. Malthus, con mucha menos imaginación, y muchos más datos y más rigurosos, construyó una obra cumbre de la sociología política. Zizek va más allá, es capaz de imaginar lo que una sola frase representa. Los protocolos de los sabios de Sión en plan Kitchs postmoderno. Consumo interno para convencidos. Autoconsumo ideológico para los de la causa. Nada que ver que con aquellos de “No para cualquiera” de Hesse en el pastoreo de los designios del auténtico Lobo. Todo ello, fíjate tú, para mantener una “dependencia poscolonial” (p. 53).
Ejemplos pone de Méjico y el Congo, donde se plantean dos problemas. Primero que el neocolonialismo ha desprovisto de comida a grandes capas de la población, y segundo, que éstas deben organizarse colectivamente para implementar mecanismos de respuesta hasta ahora no conocidos. 
Un escenario aterrador se abre ante nuestros ojos: un nuevo apartheid, de los países y grupos de población que tienen energía y comida suficiente, frente a la mayoría de la población, que carece de ambas cosas.
El ejemplo del Congo es el clásico de un país desmembrado por señores de la guerra que controlan territorios ricos en minerales que esquilman hasta la saciedad mediante mano de obra esclava vigilada por niños soldado drogados (pp.54 y ss). Por supuesto el capitalismo tienen la culpa de ello, faltaría más. Claro, la solución que propone es sencilla: eliminemos “a las empresas extranjeras de alta tecnología de la ecuación y todo el edificio de la guerra étnica alimentada por vidas pasiones se desmorona” (p. 55). Me gustaría preguntarle al autor si esto no la escrito con un Mac Book Pro (¿o quizá eso el Air?).
Qué desfachatez intelectual, qué falta de rigor científico, qué discurso tan estúpido. Porque el corolario de todo su argumento es que la reconstrucción de los estados fallidos de los que escapan los emigrantes africanos pasa por la eliminación de la alta tecnología.
De manera bastante más lúcida se pregunta si detrás del flujo de refugiados actual no existe una mente pensante que organiza la desesperación de las gentes y las destina a tal o cual lugar (p. 59). No es incompatible, en este sentido, la necesidad de escapar de la guerra y la miseria y la organización del éxodo.
Por qué determinados países musulmanes, Arabia Saudí, por ejemplo, no reciben ni un sólo refugiado cuando cultura, política y socialmente están mucho más cerca de los emigrantes (p. 59).
La nueva esclavitud es la consecuencia de todo ello. Es cierto que ya no existe la condición jurídica de esclavo, pero las formas de sujeción personal han cambiado, tienen nuevas formas, oprobiosas, como siempre, pero más sutiles, menos absorbentes pero igual de rígidas. Pero no sólo en estos países, sino también en la EU culta, educada y contemporánea.
La huída de los refugiados está sustentada en la necesidad y también en el sueño de un mundo mejor (p. 62). Y ahora es cuando se da una paradoja absoluta. Cuando pueden contentarse con el mínimo de seguridad que patrocinan los estados resulta que quieren el sueño absoluto, la utopía perfecta. ¿Tienen los refugiados el derecho a ir al país de EU que deseen?, ¿tiene la UE la obligación de satisfacer estos deseos de manera incondicional?. ¿No estaríamos extendiendo el objetivo de la movilidad de personas y de establecimiento más allá de lo razonable, de lo posible, de lo deseable? (p. 63).
Y es que a lo mejor el capitalismo necesidad, desde una perspectiva Marxista ortodoxa de la mejor especie, un volumen de mano de obra para poder articular sus propuestas de consumo idiota (p. 64). Pero a la vez el capitalismo necesita poder controlar los movimientos de las personas.
Además hay una contradicción en el movimiento de personas, que quieren disfrutar de los beneficios del modo de vida capitalista, occidental, pero conservando las raíces de su identidad cultural. ¿Es ello posible?. La ilusión de la integración cultural y social es el crisol en donde se debate este problema. Y el racismo subyacente de quienes les obliga a despojarse de sus atributos identitarios una pulsión autoritaria más que combatir.
 ¿Procede la amenaza al modo de vida, a lo que llamamos cultura propia, del extranjero, del de fuera?, ¿es verdad esta afirmación, puede matizarse? (p. 75).
Desde luego la liberación de los oprimidos debe comenzar por ellos mismos (p. 76), por lo que no debe diseñarse la posibilidad de que lo mejor que puede hacerse sea “nada”.
Una afirmación suya me revuelve el estómago de forma particularmente intensa. Se pregunta el autor si detrás de la universalidad de los derechos humanos no se esconde una preferencia por valores y normas culturales occidentales (p. 77).
Lo de Mugabe con los gays es de traca… (p. 78). Al parecer se percibe este movimiento como una consecuencia de la globalización capitalista. De lo que se deduce que la lucha contra los gays tiene un componente de lucha anticolonialista. De aquí a Boko Haram hay solo un paso, porque se pasa a entender que la educación occidental es pecado. Y, para colmo, se toma a Aders Breivik (p. 81) para exponer cómo su ataque a sus conciudadanos era contra los extranjeros, porque atacaba precisamente a quienes más tolerantes se mostraban con la integración de los extranjeros. 
La entrevista a Sarah Palin sobre los inmigrantes ya no se sabe para qué es traído a colación (p. 83). Menos mal que era una broma inventada.
La idea de una Nativia en donde poder colocar a aquellos extranjeros que no nos gustan es cuando menor sugerente similar, al menos, como nos sucede con Utopía. Compite con otra también interesante, la posibilidad de establecer un sistema por el cual, como acontecía con el Apartheid en Sudáfrica, convertir a los nacionales negros en extranjeros en su propio país, considerándoles, eso sí, trabajadores.
Determinar quién es el prójimo es el propósito de otro capitulo (p. 85). Aspecto que viene determinado también por lo que hace (p. 86) y la motivación que esgrime para llevarlo a cabo. El prójimo, como pronosticó Freud es, antes que nada, una cosa. Y es importante subrayar que la alienación de la vida social moderna tolera o permite fácilmente la comprensión del otro, pues interpone una distancia necesaria, pues una fase muy intensa de dialogo también facilita el conflicto.
Por qué varias culturas son incompatibles entre sí, cuál es la razón?. Probablemente los celos, los celos políticos, consistentes en atribuir a los otros, un goce excesivo, por eso la iconografía atribuye a los judios en la Alemania nazi una acumulación de riquezas irreal, y por eso se iconografía a los gays y lesbianas con prácticas sexuales extrañas.
El concepto de universidad es, en esencial, un concepto de extraños. Soy universal en relación al otro porque no le reconozco (p. 91). Y este es el mismo camino intelectual que intentan comprender a “los pobres”, sabiendo que no hay nada sofisticado ni bueno en la pobreza. Y pensar que los pobres, en una versión nueva de Frank Capra, por serlos son buenas personas es un error, porque al final descubrimos que nuestro vecino es un absoluto imbecil.
Lo mismo ocurre con los refugiados, por lo que “deberíamos cortar el vínculo entre refugiados y empatía humanitaria, y dejar de fundamentar nuestra ayuda en la compasión hacia su sufrimiento” (p. 95). El fundamento de nuestra ayuda no debe basarse en su consideración como personas, sino en nuestra consideración como personas.
El análisis de los refugiados y su problema debe también tener en consideración que más allá de que es un hecho cierto que lo refugiados son víctimas, algunos de ellos, incluso siéndolo, se pueden comportar de manera despreciable. “El sufrimiento no ofrece ninguna redención” (p. 96).
El anuláis se desplaza hacia el papel, el rol institucional, que juega la religión en el problema de los refugiados. No es un factor decisivo, solo un catalizador del odio fascista que experimentan los refugiados (p. 98). Sin embargo reconoce que no hay ningún potencial emancipador en la violencia fundamentalista, por muy anticapitalista que sea.
El hecho básico del fascismo es la envidia, con su potencial destructor.
Hay que diferenciar entre en egoísta, que sólo le preocupa su propia persona, del malévolo que procura hacer mal a los demás.
Al parecer no hay raíces serías en los textos religiosos musulmanes para suspender ideológicamente el terrorismo. El terror es una manifestación de la lucha anticapitalista, convirtiendo la envidia en terror (p. 102).
Los acosos sexuales que sufrieron las mujeres alemanas en la nochevieja del año 2015 tienen que ver con este odio y este rencor. Incidentes que la izquierda liberal políticamente correcta intentó minimizar en lo posible (p. 106).
La matanza de gatos de 1730 sirve de ejemplo de como se odia por mera oposición a alguien lo querido por éste (p. 108). Ambos acontecimientos tienen una cierta relación, pues la tortura de gatos encubre un deseo irreprimible de sexualidad pública, de ofensa al sexo (p. 109).
¿Qué hacer? es la última pregunta del libro (p. 111). 
La militarización global de la sociedad como modo de emancipación no parece un camino razonable (p. 111), por mucho que con él se asegure un control real de los flujos migratorios y se organicen los criterios de aceptación (p. 112). El problema fundamental parece centrarse en la imposibilidad de asumir mutuamente aquellos aspectos esenciales, aquellas manifestaciones características de cada cultura religiosa. Un camino de entendimiento sería establecer unas normas mínimas de convivencia  y unos límites al respecto (p. 114). Y si ambos mecanismos no funcionan acudir a la fuerza de la ley, debiendo rechazarse “la imperante actitud humanitaria de la izquierda liberal: las quejas que moralizan la situación…/…son simplemente el reverso de la brutalidad antiimigración”.
La solución, que se veía venir desde la página 1 del libro es crear “un proyecto universal positivo” (p. 115), ofreciéndoles a los otros una lucha común hacia un emancipación positiva para lograr “una auténtica coexistencia y una mezcla de distintas culturas” (p. 116).
Los refugiados son el precio que paga la humanidad por la economía global (p. 116), porque la causa fundamental de la existencia de refugiados es el capitalismo global actual (p. 118).
La solución pasa por vivir de manera más nómada (p. 117). Pero nos encontramos con cuatro obstáculos: 1º: la catástrofe ecológica; 2º: el fracaso de la propiedad privada; 3º. los nuevos descubrimientos tecnocientíficos; y 4º las nuevas formas de apartheid (p. 119).
Para la concreción de actuaciones hay que buscar el bien común (p. 119), “la sustancia compartida de nuestro ser social”.
El comunitarismo de los bienes sociales públicos es un camino para la superación del problema. Y, además, la superación de los problemas antagónicos que separan a u unos de otros, los de dentro de los de fuera, los extranjeros de los nacionales. El ejemplo de coordinación de antagonismo es la empresa Starbucks: vende café comprado a precio justo pero practica un antisindicalismo radical (p. 121). Conducimos vehículos híbridos hechos en países con mano de obra esclava.
La conciencia clara de que “nosotros somos aquellos a los que estábamos esperando” (p. 122) es un buen y claro ejemplo de la actuación y concienciación que se pretende nosotros mismos.
¿Alternativas?, no a primera vista… La izquierda radical está pensando en que la solución, a lo mejor, es una catástrofe, preferiblemente ecológica, que haga despertar de su letargo a las grandes multitudes y dar así un nuevo impulso a la emancipación. Ergo: sólo la afluencia de un número muy considerable de refugiados puede revitalizar a la izquierda radical europea (p. 125). De esta manera se importarían proletarios de otros países para edificar la revolución. Probablemente así se revitalice la lucha de clases reprimida de facto con el capitalismo de nuevo cuño.

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